Renovando un poco de oxígeno en Pingyao




Abandonamos la gran urbe de Beijing con 5 minutos de retraso y una densa niebla a nuestra retaguardia.
Tras preguntar teatralmente la media de 5 veces para asegurarnos de cuales eran el andén, vagón y compartimento correctos, conseguimos acomodarnos en nuestro vagón de segunda clase, junto a otros 4 chinitos mas.


El tren resulta ser bastante cómodo, limpio, con 6 literas enfrentadas, cortinas de volantes, un gran termo por compartimento y un buen servicio de carritos que te ofertaban desde fruta, comida caliente de palillos, bebidas, muñecas, peonzas con luces o estampas religiosas...
Acostumbrándonos poco a poco a los ronquidos y demás efectos sonoros de la comunidad china, nos dormimos plácidamente mecidas por el zarandeo del tren.


Buenos días!
Campos de cultivo y extensas llanuras cubiertas por un entumecido manto de nieve reposan bajo un sol de fuego que intenta darnos una cálida bienvenida matutina.
Pobre sol... lo intenta con todas sus fuerzas, pero la tupida neblina hace lo posible por ganarle la batalla.




6:42h hora en la que nos apeamos casi en marcha en nuestra insignificante estación, y sintiendo un frío polar en nuestras caras, encontramos un local portando un cartel con nuestros nombres y listo para acercarnos a nuestro Guesthouse. Que maravilla no tener que regatear a estas horas por un medio de transporte y que frío tener que montarnos en su especie de carricoche con plásticos como paredes para llegar...
El mero trayecto de la estación a nuestro hotelito, ya mostraba que nos encontrábamos en una pequeña población al menos con una estética más tradicional y auténtica a lo que habíamos visto hasta ahora.
Qué alegría no ver más rascacielos, autopistas o al menos haber encontrado una población que no se cuenta con millones...




El propio guesthouse fue una sorpresa al encontrarnos con una residencia de estilo Ming con sus patios centrales, lamparas rojas y arquitectura clásica.
Tras conseguir pasar con el equipaje sin matarnos a través del patio helado, desayunamos de manera contundente cargándonos de las calorías necesarias.
Con el recorrido medio claro en nuestras cabezas y proceder al “embutimiento” de ropa y polares posibles a superponerse, nos lanzamos a pie a explorar el lugar.




La matutina neblina seguía ocupando su red de empedradas calles, donde edificios a modo de residencias con tejados de estilo tradicional y coloridas lámparas chinas nos saludaban a nuestro paso.
Residencias actualmente convertidas en un sin fin de tiendas, restaurantes, bares, pequeños hoteles o establecimientos otorgándoles un carácter y personalidad únicos.

Este entramado de pequeñas calles peatonales se encuentra sitiado entre una sólida fortificación protectora los cuales comparten emplazamiento con un sin fin de templos, residencias, palacios, claustros, patios interiores y tantas edificaciones de interés, convirtiendo la zona de la ciudad antigua de Pingyao, en un parque de atracciones culturales a conocer.




Tras tanta localización característica a visitar, nos aventuramos a perdernos entre otras grises y desangeladas calles. Entre nieve acumulada y charcos de barro, el lugar parecía sacado de una escenografía de alguna película de Spielberg donde parecía como si una guerra acabase de ocupar el lugar...




Silencio y olor a humo de chimeneas eran los protagonistas de inhóspitas callejuelas, las cuales sólo compartieron protagonismo con algún perrito solitario de ojitos brillantes que posó para mí, algún extrañado lugareño realizando sus tareas diarias o pequeñuelos de inconmensurables mofletes, ataviados con tanta ropa que apenas podían mover un dedo...






La noche en consonancia con la siempre perpetua niebla, le conferían al municipio una magia especial. Las luces de los farolillos chinos rivalizaban en color e intensidad con lámparas de aceite, mientras fogones y estufas intentan apaciguar el frío y humedad que comenzaban a sentirse a niveles poco soportables, haciendo que todo ser vivo buscase refugio de manera urgente.


Pasamos un par de días callejeando bajo el hechizo de la zona, probando platos locales de la región, curioseando entre los insólitos objetos puestos a la venta en cualquier rincón de la ciudad,


charlando monosílabos con sus dicharacheras gentes, tomando té verde a media tarde, dejándonos seducir por la realidad con la que nos habíamos topado.
Pero sobre todo, disfrutamos de un emplazamiento auténtico y de unas dimensiones de bolsillo para ser este país, casi más continente que país...

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